martes, 2 de junio de 2009

Mariátegui y la generación infortunada – por Federico More – Oiga 13/06/1994

Hace años, tracé el plan para algo así como una interpretación histórica de la literatura del Perú. El primer ensayo –en el que puse bajo el radiador a Ricardo Palma, Manuel González Prada y Abelardo Gámarra– lo publicó ‘Diario de la Ma­rina’, el gran rotativo de Cuba. Des­pués, tomé apuntes para escribir acer­ca de la que, por antonomasia, es, en la vida literaria del Perú, la ‘generación infortunada’. La generación a la cual pertenezco. La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leonidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui. En ese momento, basta escribir o pronunciar estos dos nombres, para comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación casi concluida; la más brillante que ha pro­ducido el Perú, la más literaria, la de más completa sensibilidad. Y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud.

Si junto a los nombres de Leonidas Yerovi y José Carlos Mariátegui, escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se completa.

Ni Yerovi, ni Valdelomar, ni Mariá­tegui conocieron, en la vida, el gozo y el dolor fecundos de los cuarenta años, el desgarramiento luminoso de ese pórtico de la madurez. Amados de los dioses y desconocidos de los hombres, murieron jóvenes y, para que murie­sen, el destino le confirió a la Tragedia plenos poderes y sombra funesta a la Fatalidad.

En el entierro de Mariátegui va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gas­tón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa generación, la generación infortunada, la que expre­sa, mejor que cualquier otra de las formas de la vida nacional, el hondo y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en sacrifi­cio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro de que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos noso­tros, el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permi­tió cumplir.

Mariátegui, como sus hermanos de trabajo, de ideal y de infortunio, como Valdelomar, como Yerovi, pensó, sin­tió y produjo hasta el momento mismo en que le fueron franqueadas las puer­tas inviolables por las cuales sólo se pasa una vez. Nacieron, vivieron y murieron escritores. Ni un minuto de desfallecimiento mancha sus vidas bre­ves y copiosas. Anegados por la deses­peranza, se prenden al clavo ardiente del entusiasmo.

No cederé, en estas líneas, que tienen más de dolor necrológico que deahínco crítico, a la tentación de hacer paralelos. Voy a hablar sólo de José Carlos Mariátegui. Y voy a hablar de él, sin acordarme de que fuimos estre­chamente amigos en los años ilusiona­dos y ardientes de nuestra primera juventud.

Entre nosotros –vale decir, entre los escritores peruanos– Mariátegui ha sido, a pesar de su juventud, el más serio, el más disciplinado, el más lim­pio. Los unos, estudiaron a medias; los otros, no estudiaron. La meditación, nunca ha sido nuestra favorita. Sólo Mariátegui conoció los dolorosos fa­vores de esa musa pálida y angustiada que es la meditación. Sólo él se entre­gó, sin reservas y sin ambages, a las solicitaciones devastadoras de la lectu­ra, esa otra muchacha cuyos besos tienen la fuerza categórica e inapela­ble de los grandes tóxicos. Mariátegui leyó y meditó mucho. Frente a la vida y frente a los libros fue todo antenas y todo jugos. Recibió y asimiló hasta los residuos y hasta los matices. Y siem­pre supo convertir en materia revela­ble lo que aprendió. Receptor y trasmi­sor a la vez, poseyó, para recibir, hon­dura, buena fe, exactitud y pureza y, para trasmitir, claridad, densidad y sol­tura.

Mariátegui es, hasta hoy, el mejor de nuestros escritores políticos. Su estilo, si bien no presenta la grandeza y el fulgor de la prosa de González Prada, brilla con la suavidad de los mármoles finos y es neto y diáfano como las iluminaciones de ciertas gale­rías fotográficas.

Como escritor político –que eso fue aún cuando ejercía de crítico literario– Mariátegui tiene el mejor y más alto de los títulos: el amor a la patria. El amor a la patria, grave pecado que en el Perú lleva duros castigos. A Mariáte­gui, como escritor, le interesaba, por encima de todo, su patria. A interpre­tarla, a componerla, a guiarla, dedicó los más puros e intensos esfuerzos de sus años más lúcidos. Y al igual que Vigil y que González Prada, al igual que Sebastián Barranca y que Abelar­do Gamarra, pagó bien caro el extraño delito de haber amado tanto a su país. La pobreza, la enfermedad y el olvido han sido su premio. Un premio muy nuestro. Loemos a los dioses que tan a la peruana premian a los peruanos.

Mariátegui, en cuanto a escritor po­lítico, nos ha dado el ejemplo de un alto idealismo constructivo y, en cuan­to a escritor, nos deja una prosa azori­nesca, rara y, por rara, selecta, en un medio tropical y supermetafórico; en un medio donde la imagen oropelada suplió siempre la idea hermosa en su clara desnudez. En un medio donde la decoración gótica reemplazó al res­plandor impoluto de las líneas clásicas. Para decirlo en pocas palabras: en un medio romántico. Mariátegui quedará como el más sereno y transparente de nuestros pensadores. Y como el más idealista, el más estudioso, el más disciplinado y el más ferviente de nues­tros politicógrafos. No compartí nun­ca sus ideas poco menos que comunis­tas. Yo soy, apenas, un socialdemó­crata. Casi un filisteo para la Tercera Internacional. Pero comprendo que dentro de las fórmulas de su extremo socialismo, Mariátegui quiso anhelo­samente salvar a su patria, crearle una realidad feliz, interpretar su historia eficazmente y descubrir caminos que la llevasen a un porvenir mejor. La pobreza, la envidia, la incomprensión y la indiferencia le quitaron grandeza a su obra. Necesitó mucho tiempo para sufrir y para perdonar. Tiempo que pudo haber entregado a sus especula­ciones favoritas. La muerte lo rondó desde temprano. Ya en la mañana de su vida, conoció, en las horas del crepúsculo vespertino, esa melancolía que domina, en tal instante, a los hombres que nacieron con el destino de morir jóvenes.

Débil y aniñado, poseyó la vitalidad enérgica que da la inteligencia en fun­ción constante. Más que la dolencia física, lo han muerto las emociones. Como todos los que comparten con él los dolores de la generación infortuna­da, Mariátegui nunca conoció un mo­mento de alegre reposo; nunca supo de la despreocupación de la vida para entregarse de lleno al arte. El aplauso lo visitó poco y siempre con heraldos de despecho y séquito de amarguras.

Ahora que se va a pasear, sobre los asfodelos inmarcesibles, su juventud y su dolor, compañeros de la juventud y el dolor de los que le precedieron, se levantan como trofeo y su nombre queda, incrustado en su patria, a ma­nera de un camafeo heroico. Símbolo de una época ante la cual llorará la posteridad sin comprender nunca cómo hubo día y hora en que la impie­dad y la injusticia pudieron ser tan grandes y tan frías. En el porvenir, los artistas jóvenes organizarán peregrinaciones a las tumbas de Yerovi, de Valdelomar y de Mariátegui. Ellos lucen la sangre del martirio y la gracia de la anunciación. Ostentan la grandeza del holocausto y con sus vidas tan du­ras y sus muertes tan ungidas de trage­dia les enseñarán a los hombres de mañana que sólo devienen poderosos y admirables los pueblos donde la inte­ligencia y la sensibilidad son el orgullo de las minorías y el milagro encanta­dor de las multitudes. Acaso los tres protomártires merezcan una tumba co­mún. Una tumba simple y blanca, de puro mármol jónico y encima de la cual se alce una de las grandes estatuas de la Antigüedad. Quizá la Victoria de Samotracia, con sus inmensas a las in­útiles.
(*) Tomado de “Andanzas de Federico More”. (Este articulo se publico con ocasión de la muerte de José Carlos Mariategui).

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