domingo, 7 de octubre de 2012

Mariátegui y la generación infortunada


Mariátegui y la generación infortunada
Hace años, tracé el plan para algo así como una interpretación histórica de la literatura del Perú. El primer ensayo –en el que puse bajo el radiador a Ricardo Palma, Manuel González Prada y Abelardo Gámarra– lo publicó ‘Diario de la Marina’, el gran rotativo de Cuba. Después, tomé apuntes para escribir acerca de la que, por antonomasia, es, en la vida literaria del Perú, la ‘generación infortunada’. La generación a la cual pertenezco. La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui. En ese momento, basta escribir o pronunciar estos dos nombres, para comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación casi concluida; la más brillante que ha producido el Perú, la más literaria, la de más completa sensibilidad. Y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud.

Si junto a los nombres de Leónidas Yerovi y José Carlos Mariátegui, escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se completa.

Ni Yerovi, ni Valdelomar, ni Mariátegui conocieron, en la vida, el gozo y el dolor fecundos de los cuarenta años, el desgarramiento luminoso de ese pórtico de la madurez. Amados de los dioses y desconocidos de los hombres, murieron jóvenes y, para que muriesen, el destino le confirió a la Tragedia plenos poderes y sombra funesta a la Fatalidad.

En el entierro de Mariátegui va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gastón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa generación, la generación infortunada, la que expre­sa, mejor que cualquier otra de las formas de la vida nacional, el hondo y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en sacrificio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro de que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros, el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir.

Mariátegui, como sus hermanos de trabajo, de ideal y de infortunio, como Valdelomar, como Yerovi, pensó, sintió y produjo hasta el momento mismo en que le fueron franqueadas las puertas inviolables por las cuales sólo se pasa una vez. Nacieron, vivieron y murieron escritores. Ni un minuto de desfallecimiento mancha sus vidas breves y copiosas. Anegados por la desesperanza, se prenden al clavo ardiente del entusiasmo.

No cederé, en estas líneas, que tienen más de dolor necrológico que de ahínco crítico, a la tentación de hacer paralelos. Voy a hablar sólo de José Carlos Mariátegui. Y voy a hablar de él, sin acordarme de que fuimos estrechamente amigos en los años ilusionados y ardientes de nuestra primera juventud.

Entre nosotros –vale decir, entre los escritores peruanos– Mariátegui ha sido, a pesar de su juventud, el más serio, el más disciplinado, el más limpio. Los unos, estudiaron a medias; los otros, no estudiaron. La meditación, nunca ha sido nuestra favorita. Sólo Mariátegui conoció los dolorosos favores de esa musa pálida y angustiada que es la meditación. Sólo él se entregó, sin reservas y sin ambages, a las solicitaciones devastadoras de la lectura, esa otra muchacha cuyos besos tienen la fuerza categórica e inapelable de los grandes tóxicos. Mariátegui leyó y meditó mucho. Frente a la vida y frente a los libros fue todo antenas y todo jugos. Recibió y asimiló hasta los residuos y hasta los matices. Y siempre supo convertir en materia revelable lo que aprendió. Receptor y trasmisor a la vez, poseyó, para recibir, hondura, buena fe, exactitud y pureza y, para trasmitir, claridad, densidad y soltura.

Mariátegui es, hasta hoy, el mejor de nuestros escritores políticos. Su estilo, si bien no presenta la grandeza y el fulgor de la prosa de González Prada, brilla con la suavidad de los mármoles finos y es neto y diáfano como las iluminaciones de ciertas galerías fotográficas.

Como escritor político –que eso fue aún cuando ejercía de crítico literario– Mariátegui tiene el mejor y más alto de los títulos: el amor a la patria. El amor a la patria, grave pecado que en el Perú lleva duros castigos. A Mariátegui, como escritor, le interesaba, por encima de todo, su patria. A interpretarla, a componerla, a guiarla, dedicó los más puros e intensos esfuerzos de sus años más lúcidos. Y al igual que Vigil y que González Prada, al igual que Sebastián Barranca y que Abelardo Gamarra, pagó bien caro el extraño delito de haber amado tanto a su país. La pobreza, la enfermedad y el olvido han sido su premio. Un premio muy nuestro. Loemos a los dioses que tan a la peruana premian a los peruanos.

Mariátegui, en cuanto a escritor político, nos ha dado el ejemplo de un alto idealismo constructivo y, en cuanto a escritor, nos deja una prosa azorinesca, rara y, por rara, selecta, en un medio tropical y supermetafórico; en un medio donde la imagen oropelada suplió siempre la idea hermosa en su clara desnudez. En un medio donde la decoración gótica reemplazó al resplandor impoluto de las líneas clásicas. Para decirlo en pocas palabras: en un medio romántico. Mariátegui quedará como el más sereno y transparente de nuestros pensadores. Y como el más idealista, el más estudioso, el más disciplinado y el más ferviente de nuestros politicógrafos. No compartí nunca sus ideas poco menos que comunistas. Yo soy, apenas, un socialdemócrata. Casi un filisteo para la Tercera Internacional. Pero comprendo que dentro de las fórmulas de su extremo socialismo, Mariátegui quiso anhelosamente salvar a su patria, crearle una realidad feliz, interpretar su historia eficazmente y descubrir caminos que la llevasen a un porvenir mejor. La pobreza, la envidia, la incomprensión y la indiferencia le quitaron grandeza a su obra. Necesitó mucho tiempo para sufrir y para perdonar. Tiempo que pudo haber entregado a sus especulaciones favoritas. La muerte lo rondó desde temprano. Ya en la mañana de su vida, conoció, en las horas del crepúsculo vespertino, esa melancolía que domina, en tal instante, a los hombres que nacieron con el destino de morir jóvenes.

Débil y aniñado, poseyó la vitalidad enérgica que da la inteligencia en función constante. Más que la dolencia física, lo han muerto las emociones. Como todos los que comparten con él los dolores de la generación infortunada, Mariátegui nunca conoció un momento de alegre reposo; nunca supo de la despreocupación de la vida para entregarse de lleno al arte. El aplauso lo visitó poco y siempre con heraldos de despecho y séquito de amarguras.

Ahora que se va a pasear, sobre los asfodelos inmarcesibles, su juventud y su dolor, compañeros de la juventud y el dolor de los que le precedieron, se levantan como trofeo y su nombre queda, incrustado en su patria, a manera de un camafeo heroico. Símbolo de una época ante la cual llorará la posteridad sin comprender nunca cómo hubo día y hora en que la impiedad y la injusticia pudieron ser tan grandes y tan frías. En el porvenir, los artistas jóvenes organizarán peregrinaciones a las tumbas de Yerovi, de Valdelomar y de Mariátegui. Ellos lucen la sangre del martirio y la gracia de la anunciación. Ostentan la grandeza del holocausto y con sus vidas tan duras y sus muertes tan ungidas de tragedia les enseñarán a los hombres de mañana que sólo devienen poderosos y admirables los pueblos donde la inteligencia y la sensibilidad son el orgullo de las minorías y el milagro encantador de las multitudes. Acaso los tres protomártires merezcan una tumba común. Una tumba simple y blanca, de puro mármol jónico y encima de la cual se alce una de las grandes estatuas de la Antigüedad. Quizá la Victoria de Samotracia, con sus inmensas a las inútiles.

(*) Tomado de “Andanzas de Federico More” libro compilado por Francisco Igartua. (Este articulo se publico en el semanario Cascabel con ocasión de la muerte de José Carlos Mariategui).

Publicado por Fondo Editorial Periodistica Oiga en 2