DEMOCRACIA NUEVA
AHORA sí resulta evidente que hemos cambiado de régimen electoral. Antes creíamos que el régimen electoral del señor Cornejo era con ligeras variaciones, el mismo régimen electoral de la patria vieja. Pero nos equivocábamos. El cambio de régimen electoral es indiscutible. Hemos evolucionado bruscamente de la elección al nombramiento.
Antiguamente la elección era más o menos convencional y más o menos restringida. No era, en la generalidad de los casos, elección del pueblo; pero era, por lo menos, elección de los mayores contribuyentes. Era una elección plutocrática; pero era una elección de toda suerte. El favor del gobierno no era definitivo. Claro que los candidatos procuraban siempre contar con él. Más lo que procuraban sobre todo, era contar con los mayores contribuyentes. Los contribuyentes eran los electores. El favor del poder servía sólo para facilitar su captación y conquista.
Próximamente no habrá elección. Habrá nombramiento. En vez de unos pocos electores, los contribuyentes, habrá un solo elector: el gobierno. Y, como es sabido, la elección por el gobierno no se llama elección. Se llama nombramiento.
El cambio del régimen electoral no puede ser, por consiguiente, más ostensible.
El señor Cornejo protestará de estas apreciaciones. Pondrá el grito en el cielo defendiendo su reglamento. Pero qué vamos a hacer. Estas apreciaciones no son nuestras. Son de los candidatos a representaciones parlamentarias. Los candidatos convienen, por unanimidad, en que ya no se necesita para ser elegido representante la voluntad de los contribuyentes. En que no se necesita sino la voluntad del gobierno. Las representaciones por Lima parecen la única excepción. Parecen nomás.
Se oye en la calle comentarios expresivos:
–Bueno. Pero si el cuadro de ubicaciones del gobierno provisorio va a ser un cuadro decisivo, ¿por qué no se simplifica el procedimiento electoral? ¿Por qué no se designa por medio de un decreto el personal del Congreso? ¿Quién le discutiría dentro de esta situación, al señor Cornejo, la legitimidad de un decreto de esa clase?
Y se oye otros comentarios más socarrones todavía:
–¡Es que el señor Cornejo cree que el país no está preparado para tanto! ¡Es que el señor Cornejo no considera que la cultura del país haya progresado lo suficiente como que un gobierno revolucionario, renovador y científico elija austeramente a los senadores y diputados!
Esta malévola impresión ciudadana no llega, como es natural, hasta el doctor Cornejo. El señor Cornejo se halla dentro de una atmósfera demasiado ideal para enterarse de las murmuraciones taimadas y burdas de las muchedumbres callejeras. El señor Cornejo sigue todavía encima de toda suspicacia y de toda incredulidad del vulgo. Pasa por el centro de su limousine, totalmente desconectado de la pequeña realidad mestiza. Pasa convencido de la democracia absoluta de su régimen electoral.
Nada importa que por su despacho de ministro de gobierno desfilen diariamente, indiferentes a sus teorías dialécticas, los candidatos a un puesto en el encasillado leguiísta...
('La Razón', 26 de julio de 1919)
AHORA sí resulta evidente que hemos cambiado de régimen electoral. Antes creíamos que el régimen electoral del señor Cornejo era con ligeras variaciones, el mismo régimen electoral de la patria vieja. Pero nos equivocábamos. El cambio de régimen electoral es indiscutible. Hemos evolucionado bruscamente de la elección al nombramiento.
Antiguamente la elección era más o menos convencional y más o menos restringida. No era, en la generalidad de los casos, elección del pueblo; pero era, por lo menos, elección de los mayores contribuyentes. Era una elección plutocrática; pero era una elección de toda suerte. El favor del gobierno no era definitivo. Claro que los candidatos procuraban siempre contar con él. Más lo que procuraban sobre todo, era contar con los mayores contribuyentes. Los contribuyentes eran los electores. El favor del poder servía sólo para facilitar su captación y conquista.
Próximamente no habrá elección. Habrá nombramiento. En vez de unos pocos electores, los contribuyentes, habrá un solo elector: el gobierno. Y, como es sabido, la elección por el gobierno no se llama elección. Se llama nombramiento.
El cambio del régimen electoral no puede ser, por consiguiente, más ostensible.
El señor Cornejo protestará de estas apreciaciones. Pondrá el grito en el cielo defendiendo su reglamento. Pero qué vamos a hacer. Estas apreciaciones no son nuestras. Son de los candidatos a representaciones parlamentarias. Los candidatos convienen, por unanimidad, en que ya no se necesita para ser elegido representante la voluntad de los contribuyentes. En que no se necesita sino la voluntad del gobierno. Las representaciones por Lima parecen la única excepción. Parecen nomás.
Se oye en la calle comentarios expresivos:
–Bueno. Pero si el cuadro de ubicaciones del gobierno provisorio va a ser un cuadro decisivo, ¿por qué no se simplifica el procedimiento electoral? ¿Por qué no se designa por medio de un decreto el personal del Congreso? ¿Quién le discutiría dentro de esta situación, al señor Cornejo, la legitimidad de un decreto de esa clase?
Y se oye otros comentarios más socarrones todavía:
–¡Es que el señor Cornejo cree que el país no está preparado para tanto! ¡Es que el señor Cornejo no considera que la cultura del país haya progresado lo suficiente como que un gobierno revolucionario, renovador y científico elija austeramente a los senadores y diputados!
Esta malévola impresión ciudadana no llega, como es natural, hasta el doctor Cornejo. El señor Cornejo se halla dentro de una atmósfera demasiado ideal para enterarse de las murmuraciones taimadas y burdas de las muchedumbres callejeras. El señor Cornejo sigue todavía encima de toda suspicacia y de toda incredulidad del vulgo. Pasa por el centro de su limousine, totalmente desconectado de la pequeña realidad mestiza. Pasa convencido de la democracia absoluta de su régimen electoral.
Nada importa que por su despacho de ministro de gobierno desfilen diariamente, indiferentes a sus teorías dialécticas, los candidatos a un puesto en el encasillado leguiísta...
('La Razón', 26 de julio de 1919)
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