Mariátegui y la
generación infortunada
Hace años, tracé el plan para algo así como una
interpretación histórica de la literatura del Perú. El primer ensayo –en el que
puse bajo el radiador a Ricardo Palma, Manuel González Prada y Abelardo
Gámarra– lo publicó ‘Diario de la Marina’, el gran rotativo de Cuba. Después,
tomé apuntes para escribir acerca de la que, por antonomasia, es, en la vida
literaria del Perú, la ‘generación infortunada’. La generación a la cual
pertenezco. La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad
de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos
Mariátegui. En ese momento, basta escribir o pronunciar estos dos nombres, para
comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella
generación casi concluida; la más brillante que ha producido el Perú, la más
literaria, la de más completa sensibilidad. Y la única que no ha logrado, ni a
medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud.
Si junto a los nombres de Leónidas Yerovi y José Carlos
Mariátegui, escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se
completa.
Ni Yerovi, ni Valdelomar, ni Mariátegui conocieron, en la
vida, el gozo y el dolor fecundos de los cuarenta años, el desgarramiento
luminoso de ese pórtico de la madurez. Amados de los dioses y desconocidos de
los hombres, murieron jóvenes y, para que muriesen, el destino le confirió a la
Tragedia plenos poderes y sombra funesta a la Fatalidad.
En el entierro de Mariátegui va a hablar Ezequiel Balarezo
Pinillos, Gastón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa
generación, la generación infortunada, la que expresa, mejor que cualquier
otra de las formas de la vida nacional, el hondo y grave fracaso de nuestro
espíritu en la marcha hacia la cultura y en sacrificio por una norma de puro y
eficaz idealismo. Estoy seguro de que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba
precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros, el dolor de él mismo, el
vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una
sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir.
Mariátegui, como sus hermanos de trabajo, de ideal y de
infortunio, como Valdelomar, como Yerovi, pensó, sintió y produjo hasta el
momento mismo en que le fueron franqueadas las puertas inviolables por las
cuales sólo se pasa una vez. Nacieron, vivieron y murieron escritores. Ni un
minuto de desfallecimiento mancha sus vidas breves y copiosas. Anegados por la
desesperanza, se prenden al clavo ardiente del entusiasmo.
No cederé, en estas líneas, que tienen más de dolor necrológico
que de ahínco crítico, a la tentación de hacer paralelos. Voy a hablar sólo de
José Carlos Mariátegui. Y voy a hablar de él, sin acordarme de que fuimos
estrechamente amigos en los años ilusionados y ardientes de nuestra primera
juventud.
Entre nosotros –vale decir, entre los escritores peruanos–
Mariátegui ha sido, a pesar de su juventud, el más serio, el más disciplinado,
el más limpio. Los unos, estudiaron a medias; los otros, no estudiaron. La
meditación, nunca ha sido nuestra favorita. Sólo Mariátegui conoció los
dolorosos favores de esa musa pálida y angustiada que es la meditación. Sólo él
se entregó, sin reservas y sin ambages, a las solicitaciones devastadoras de la
lectura, esa otra muchacha cuyos besos tienen la fuerza categórica e inapelable
de los grandes tóxicos. Mariátegui leyó y meditó mucho. Frente a la vida y
frente a los libros fue todo antenas y todo jugos. Recibió y asimiló hasta los
residuos y hasta los matices. Y siempre supo convertir en materia revelable lo
que aprendió. Receptor y trasmisor a la vez, poseyó, para recibir, hondura,
buena fe, exactitud y pureza y, para trasmitir, claridad, densidad y soltura.
Mariátegui es, hasta hoy, el mejor de nuestros escritores
políticos. Su estilo, si bien no presenta la grandeza y el fulgor de la prosa
de González Prada, brilla con la suavidad de los mármoles finos y es neto y
diáfano como las iluminaciones de ciertas galerías fotográficas.
Como escritor político –que eso fue aún cuando ejercía de
crítico literario– Mariátegui tiene el mejor y más alto de los títulos: el amor
a la patria. El amor a la patria, grave pecado que en el Perú lleva duros
castigos. A Mariátegui, como escritor, le interesaba, por encima de todo, su
patria. A interpretarla, a componerla, a guiarla, dedicó los más puros e
intensos esfuerzos de sus años más lúcidos. Y al igual que Vigil y que González
Prada, al igual que Sebastián Barranca y que Abelardo Gamarra, pagó bien caro
el extraño delito de haber amado tanto a su país. La pobreza, la enfermedad y
el olvido han sido su premio. Un premio muy nuestro. Loemos a los dioses que
tan a la peruana premian a los peruanos.
Mariátegui, en cuanto a escritor político, nos ha dado el
ejemplo de un alto idealismo constructivo y, en cuanto a escritor, nos deja una
prosa azorinesca, rara y, por rara, selecta, en un medio tropical y
supermetafórico; en un medio donde la imagen oropelada suplió siempre la idea
hermosa en su clara desnudez. En un medio donde la decoración gótica reemplazó
al resplandor impoluto de las líneas clásicas. Para decirlo en pocas palabras:
en un medio romántico. Mariátegui quedará como el más sereno y transparente de
nuestros pensadores. Y como el más idealista, el más estudioso, el más
disciplinado y el más ferviente de nuestros politicógrafos. No compartí nunca
sus ideas poco menos que comunistas. Yo soy, apenas, un socialdemócrata. Casi
un filisteo para la Tercera Internacional. Pero comprendo que dentro de las
fórmulas de su extremo socialismo, Mariátegui quiso anhelosamente salvar a su
patria, crearle una realidad feliz, interpretar su historia eficazmente y
descubrir caminos que la llevasen a un porvenir mejor. La pobreza, la envidia,
la incomprensión y la indiferencia le quitaron grandeza a su obra. Necesitó
mucho tiempo para sufrir y para perdonar. Tiempo que pudo haber entregado a sus
especulaciones favoritas. La muerte lo rondó desde temprano. Ya en la mañana de
su vida, conoció, en las horas del crepúsculo vespertino, esa melancolía que
domina, en tal instante, a los hombres que nacieron con el destino de morir
jóvenes.
Débil y aniñado, poseyó la vitalidad enérgica que da la
inteligencia en función constante. Más que la dolencia física, lo han muerto
las emociones. Como todos los que comparten con él los dolores de la generación
infortunada, Mariátegui nunca conoció un momento de alegre reposo; nunca supo
de la despreocupación de la vida para entregarse de lleno al arte. El aplauso
lo visitó poco y siempre con heraldos de despecho y séquito de amarguras.
Ahora que se va a pasear, sobre los asfodelos inmarcesibles,
su juventud y su dolor, compañeros de la juventud y el dolor de los que le
precedieron, se levantan como trofeo y su nombre queda, incrustado en su
patria, a manera de un camafeo heroico. Símbolo de una época ante la cual
llorará la posteridad sin comprender nunca cómo hubo día y hora en que la
impiedad y la injusticia pudieron ser tan grandes y tan frías. En el porvenir,
los artistas jóvenes organizarán peregrinaciones a las tumbas de Yerovi, de Valdelomar
y de Mariátegui. Ellos lucen la sangre del martirio y la gracia de la
anunciación. Ostentan la grandeza del holocausto y con sus vidas tan duras y
sus muertes tan ungidas de tragedia les enseñarán a los hombres de mañana que
sólo devienen poderosos y admirables los pueblos donde la inteligencia y la
sensibilidad son el orgullo de las minorías y el milagro encantador de las
multitudes. Acaso los tres protomártires merezcan una tumba común. Una tumba
simple y blanca, de puro mármol jónico y encima de la cual se alce una de las
grandes estatuas de la Antigüedad. Quizá la Victoria de Samotracia, con sus
inmensas a las inútiles.
(*) Tomado de “Andanzas de Federico More” libro compilado por
Francisco Igartua. (Este articulo se publico en el semanario Cascabel con
ocasión de la muerte de José Carlos Mariategui).
Publicado por Fondo Editorial Periodistica Oiga en 2
No hay comentarios:
Publicar un comentario